ELLAS GANAN MENOS

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El presidente electo Javier Milei hizo pública reiteradas veces su opinión respecto a que la brecha salarial entre hombres y mujeres no existe. Sin embargo, las estadísticas dicen que una mujer en Argentina debe trabajar 3 meses y 9 días más al año para ganar lo mismo que un varón.

Si la máquina para viajar en el tiempo de la película “Volver al Futuro” realmente existiera, Michel Fox llegaría a estos tiempos ciertamente “sorprendido” en materia de cambios producidos en la relación de las mujeres con el mundo del trabajo, la educación, los hombres, la maternidad, el lenguaje y las relaciones humanas en general. Es innegable que los últimos 60 años han sido contundentes en materia de transformaciones de género. Una mujer que llegara repentinamente desde la década del 60’ poco comprendería algunas imágenes que inundan nuestra vida cotidiana como por ejemplo imágenes de mujeres eligiendo ser madres o no serlo, mujeres manejando colectivos y camiones, dirigiendo partidos de fútbol femeninos como árbitras, alistándose en las fuerzas armadas no solo como enfermeras sino también como soldados, entrando enfundadas en guardapolvos como jefas especialistas a los quirófanos y laboratorios, escenas de aulas escolares y universitarias tan ocupadas por mujeres como por hombres, imágenes de presidentas o gobernadoras en diversos países y provincias, escenas callejeras de mujeres abrazadas, compartiendo amorosos besos y abrazos, entre otras.

Esta viajera en el tiempo se preguntaría ¿en qué oficina trabajó esa “ama de casa” para recibir una jubilación? al enterarse, con cierta incredulidad, de la existencia de jubilaciones a mujeres que completaron su edad productiva al cuidado de su hogar e hijos/as. Sin embargo, avanzando en el conocimiento de esta nueva era, la viajante sorprendida también se preguntaría, ¿acaso de qué sirvieron tantos avances en materia de derechos de las mujeres si la pobreza y la inequidad económica siguen teniendo rostro de mujer?

Una posible de tantas respuestas es decir que la desigualdad con la que la cultura patriarcal imprimió, e imprime día a día, casi todas nuestras relaciones es tan profunda y data de tantos siglos que el ritmo de las transformaciones todavía no logran alcanzar ni emparejar deseables niveles de equidad al que deberíamos aspirar todas las sociedades. En esta línea, el informe realizado por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas advierte preocupantemente que, “si se mantienen las tendencias actuales, más de 340 millones de mujeres y niñas vivirán en la pobreza extrema en 2030”.

A pesar de las positivas conquistas que han mejorado la calidad de vida de muchas en la mayor parte del planeta, las discusiones sobre el alcance real de la equidad de género toman caminos tan incómodos para nuestro status quo que necesitan muchísimo poder simbólico como material para perforar el mundo binario que habitamos. Es decir que, sin hacer cambios reales en la relación de las mujeres con la economía, y por consecuencia, con las relaciones de poder; la equidad no es más que maquillaje. Se torna obligatorio y un deber moral discutir sobre brecha salarial y laboral en materia de género; sobre el comúnmente conocido “techo de cristal” que significa que muchas mujeres idóneas y capacitadas no puedan llegar a ascensos, cargos y puestos de liderazgo solo por ser mujer; sobre la violencia económica que sufren tantas compatriotas a mano de sus parejas o matrimonios; sobre la división sexual del trabajo y de la formación académica, sobre las tareas de cuidado y trabajo no remunerado en que millones de mujeres dejan la vida sin reconocimientos económicos; sobre la informalidad y precarización laboral que afecta en mayor medida a mujeres que a hombres; entre otro derrotero de discusiones. En definitiva; sin asumir y saldar las discusiones que ponen foco en la asimetría económica de género, no hay horizonte de igualdad posible.

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Los movimientos de mujeres y feminismos, aún con sus diferencias y pujas, tienen muy en claro estas banderas y son los culpables de haber visibilizado y sensibilizado a la opinión pública de la urgente necesidad de destruir las brechas y asimetrías de género en los planos más sustanciales como la economía. Y son responsables también de haber introducido microcambios cotidianos en las prácticas sociales, comportamientos, lenguajes y relaciones humanas. Hoy son pocos quienes se animan a cuestionar en público la vestimenta de una mujer, su cuerpo, su idoneidad para trabajar o estudiar, su rol como “madre y esposa por fuera de los manuales convencionales”. Si bien hay voces detractoras que acusan de extremistas o exageradas las luchas feministas; suele leerse como políticamente correcto hablar o expresarse en favor de la ampliación de los derechos de las mujeres. Cuestión que hace más compleja la lucha cultural contra el patriarcado ya que “se dice que debe haber equidad” pero en la práctica, los sueldos, los puestos de trabajo, las carreras universitarias y la mayoría de las condiciones materiales de existencia de las mujeres, son peores o más precarias que la de los hombres.  

A esta altura del texto, seremos rotundos. Las mujeres ganamos menos porque vinimos al mundo en cuerpos femeninos. Así lo demuestran casi todas las estadísticas. Actualmente, la brecha salarial de género en nuestro país es de 28,1%, según informa el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidades de la Nación (2023). Esta diferencia salarial se explica, en parte, por la histórica y desigual distribución de tareas domésticas y de cuidados que no son remuneradas. El Instituto Nacional de Censos y Estadísticas (INDEC, 2023) demostró que el 91,7% de las mujeres realiza trabajo no pago y le dedica un promedio de 6:31 horas diarias. En el caso de los hombres, sólo el 75.1% lleva a cabo este tipo de tareas y le dedican, en promedio, 3:40 horas al día. Lo que significa que una mujer en Argentina debe trabajar 3 meses y 9 días más al año para ganar lo mismo que un varón. Por su parte, el Ministerio de Trabajo de la Nación estima que el 30% de las personas en actividad hoy se ganan la vida en la economía popular e informal y la mayoría;  (54,3%) son mujeres. La última medición de CITRA (Conicet-Umet) revela que en la postpandemia, este fenómeno se profundizó.

En síntesis, si la feminización de la pobreza no recibe un jaque mate desde todos los ángulos pero sobre todo desde las políticas de distribución real de riquezas; las transformaciones han quedado débiles y cortas.

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